Raúl Carlón Campillo / Director general, Tranquilidad y Proyección
En el cotidiano andar de la intermediación de cualquier ramo o producto, es común recibir como respuesta que las coberturas están muy caras. La percepción de precios elevados en productos de capital para pagar pérdidas, como el seguro, tiene como fundamento el consumo, pues aparenta ser caro aquello que se compra y no se desea usar.
La identificación de riesgos, la cuantificación de posibles daños y la implementación de formas de enfrentar una pérdida antes de que esta llegue forman parte de un ejercicio básico de administración de riesgos. En muchos casos, la población no está acostumbrada a hacer esto y se enfoca en el precio del contrato, definiéndolo como barato o caro en función de su capacidad de pago. Si bien esta práctica es comprensible, la realidad puede conducirnos a una sorpresa cuando de usar el contrato se trate.
Las pérdidas ocurridas deben ser enfrentadas con el capital que se tomó en un contrato comprado precisamente para ese objetivo. Ahí, la cuantía de lo pagado suele palidecer ante la realidad de lo cobrado. Poseer un bien va de la mano con el riesgo de perderlo. Deshacerse de uno aleja la posibilidad de perderlo, pero tenerlo es suficiente para, en algún momento, enfrentar su desaparición o descompostura y, asumir el costo de repararlo o reponerlo.
En la adquisición de bienes, pocas veces se considera la póliza que los repare o reponga. El costo elevado de la cobertura de un bien es una señal inequívoca del riesgo que se corre con su posesión. A partir de esa contundente información, habría que pensar detenidamente si vale la pena hacer la adquisición o es mejor rechazarla. La decisión de muchas personas ante este cuestionamiento es evidente: hacen la adquisición del bien, pero no lo aseguran. Las pérdidas inician su peligroso acecho sobre el bien sin que el propietario detecte el peligro. Cuando una señal anuncia la posibilidad de perder la posesión, el dueño recuerda la existencia del contrato de seguro y busca conocer tanto las características como los costos de una cobertura para su preciado bien.
La dicotomía entre el valor que las personas le dan a los bienes y el rechazo a asegurarlos se asienta en la percepción que tienen sobre lo que, desde su opinión, debe ser el costo de una póliza. En conversaciones con colegas del propio sector, se ha llegado a la conclusión de que, sin importar el costo del seguro, la mayoría de las personas siempre asumirá que este es caro, elevado, abusivo o hasta descabellado. Poca gente considera que es barato, pero quien así lo percibe habla más desde su capacidad de pago que desde su potencial para asumir pérdidas. Parece que el foco de la intermediación se ha centrado en el precio, no en la pérdida.
Las personas, en casi todos los casos, carecen de dinero para asumir una pérdida, pero se centran en que no tienen dinero para pagar una prima. Asumir pérdidas conduce irremediablemente a un doble efecto negativo: padecer el riesgo materializado y buscar financiamiento o crédito para reparar o reponer el bien, lo que no siempre se consigue. El centro del seguro está en lo que el asegurado no puede asumir como pérdida, no en lo que puede pagar de primas.
