Visto desde la economía del comportamiento
En el artículo anterior iniciamos un recorrido para repensar los sistemas de pensiones desde distintos enfoques económicos.
* Las opiniones expresadas en este artículo son responsabilidad del autor y no necesariamente representanla posición institucional del Centro de Evaluación para Intermediarios, S. C. y del Colegio Nacional deActuarios, A.C.
Mauricio G. Arredondo Fernández Cano / Director general, CEI marredondo@examencei.com.mx
El primero de ellos, quizá uno de los más reveladores, es la economía del comportamiento: una disciplina que estudia cómo decidimos en la vida real y por qué nuestras elecciones, incluidas las financieras, no siempre siguen la lógica de la racionalidad. La teoría económica clásica asumía que somos plenamente racionales y capaces de planear y calcular lo que más nos conviene. Sin embargo, la evidencia muestra lo contrario: en materia de pensiones solemos actuar en contra de nuestro propio interés. Queremos seguridad en la vejez, pero priorizamos el consumo inmediato; sabemos que ahorrar temprano es mejor, pero postergamos la acción. Esta contradicción se conoce como la paradoja de la racionalidad: aunque entendemos lo que debemos hacer, nuestras acciones no siempre reflejan este entendimiento.
Para explicar este fenómeno, la economía del comportamiento señala que usamos heurísticos, atajos mentales que simplifican las decisiones complejas. Aunque son útiles para ahorrar tiempo y esfuerzo, generan sesgos cognitivos, es decir, patrones de error que nos desvían de la opción más racional. En el caso de las pensiones, algunos sesgos son especialmente influyentes: el descuento hiperbólico, que nos empuja a preferir una pequeña recompensa inmediata antes que un beneficio mayor en el futuro; la aversión a la pérdida, la cual significa que el dolor de renunciar al consumo presente pesa más que la satisfacción de imaginar el beneficio futuro, aunque este sea mayor; el sesgo de statu quo, que refleja nuestra resistencia al cambio y nos mantiene en la inercia, aunque existan mejores alternativas, y la visión del túnel, que surge en contextos de incertidumbre o estrés, concentrando la atención en lo inmediato y dejando de lado los objetivos de largo plazo, como la jubilación.
Estos sesgos no implican irracionalidad absoluta, sino decisiones bajo limitaciones de tiempo, información y capacidad cognitiva. Daniel Kahneman y Amos Tversky explicaron esta dinámica con la idea de dos sistemas de pensamiento: el 1 es rápido, intuitivo y emocional, mientras que el 2 es lento, analítico y reflexivo. La mayoría de nuestras decisiones cotidianas las toma el sistema 1, lo que es eficiente para lo inmediato, pero problemático para planear la jubilación. El ahorro a décadas no activa la urgencia de ese sistema automático, mientras que el sistema 2, que podría ayudarnos a reflexionar con calma, pocas veces entra en acción porque requiere esfuerzo mental.
La pregunta clave es cómo diseñar sistemas de pensiones que funcionen, aunque las personas no siempre decidan de manera óptima. Aquí entra la arquitectura de decisiones, que busca hacer más fáciles las elecciones correctas sin imponerlas. Los nudges (empujones) son pequeños ajustes en el entorno que facilitan las conductas deseadas: inscripción automática en planes de ahorro, contribuciones predeterminadas o recordatorios periódicos. Un ejemplo emblemático es el programa Save More Tomorrow, diseñado por Richard Thaler y Shlomo Benartzi, que elevó significativamente el ahorro en Estados Unidos al vincular las contribuciones con los aumentos salariales futuros. Por su parte, los boosts fortalecen las capacidades de decisión de las personas mediante la educación financiera, los simuladores o la asesoría.
Este enfoque se conoce como paternalismo libertario: no obliga a nadie, pero crea contextos donde la decisión más beneficiosa resulta la más accesible. Es un equilibrio entre la libertad individual y la responsabilidad de diseñar políticas públicas que ayuden a superar las trampas de nuestros propios sesgos.
Repensar las pensiones desde la economía del comportamiento implica aceptar que no decidimos en un vacío racional, sino en la vida real, donde hay emociones, miedos y limitaciones. No se trata de culpar a las personas por no ahorrar, sino de diseñar sistemas que acompañen esa realidad. La clave está en convertir el ahorro en un hábito natural, reduciendo la inercia del statu quo, mitigando la aversión a la pérdida y ampliando la mirada más allá de la visión del túnel. Detrás de cada heurístico y de cada sesgo hay una oportunidad: transformar el entorno en un aliado para asegurar que la vejez se viva con dignidad y bienestar.
