guardián silencioso del equilibrio de los siniestros
Lyndsay Garnica / Consultora de Daños
Hay profesiones que, sin buscar los reflectores, sostienen la arquitectura invisible de la confianza. Entre ellas, una figura se erige como puente entre la incertidumbre y la verdad técnica: el ajustador de seguros, cuyo papel no se reduce simplemente a evaluar daños, ya que también da sentido, método y legitimidad a los procesos que surgen tras un siniestro. En la vorágine de incendios, explosiones, pérdidas industriales o desastres, el ajustador no solo cuantifica, sino también interpreta la realidad con precisión técnica y ética.
En los siniestros complejos, su labor se convierte en un ejercicio de artesanía intelectual: cada caso exige diseñar un procedimiento a la medida, que se adapte a las particularidades del evento, del contrato y del contexto regulatorio. No hay fórmulas universales para su trabajo, pero sí principios rectores: legalidad, objetividad, transparencia y ética profesional.
Para entender la trascendencia de esta figura, conviene revisar su definición más o menos estandarizada: “Persona designada por la aseguradora para examinar las causas y circunstancias de un siniestro; reunir y analizar la información técnica y fáctica; analizar la póliza, y presentar los elementos que permitan decidir sobre la procedencia del reclamo y el monto de la indemnización”.
El ajustador no debe decidir si la reclamación procede ni debe ser juez o parte, pues es un asesor técnico imparcial. Aunque no es mentira que constantemente se busca exceder sus facultades, su credibilidad radica en la precisión de su análisis y en la integridad de su dictamen. Su intervención no se reduce a la mecánica del peritaje, ya que constituye una pieza esencial del debido proceso asegurador, donde cada acto técnico tiene un correlato jurídico.
Esta independencia técnica tiene un propósito histórico: restablecer el equilibrio contractual. Antes del ajuste, el asegurado debía probar por sí mismo la causa y cuantía de la pérdida, incluyendo el análisis técnico y pericial, lo que generaba una posición de desventaja frente a la aseguradora. El nacimiento del ajustador buscó corregir esta asimetría, ofreciendo una figura que, aunque designada por la compañía, debe actuar conforme a la verdad técnica y no al interés económico. Aunque su regulación formal es reciente, la esencia del oficio del ajustador se remonta a las primeras civilizaciones. Los registros babilónicos ya documentaban prácticas similares: personas designadas para valorar daños en cargamentos o propiedades, particularmente en intereses marítimos. Muchos siglos después, tras el Gran Incendio de Londres de 1666, esta figura empezó a consolidarse. Con la expansión del comercio marítimo internacional, surgieron los ajustadores de avería gruesa, peritos especializados en la distribución equitativa de pérdidas. Durante el siglo XIX, el oficio adquirió matices jurídicos en Estados Unidos, donde muchos ajustadores eran originalmente abogados especializados en contratos de seguro.
Con el tiempo, la disciplina evolucionó hacia un ámbito técnico-científico más especializado, particularmente en lo que respecta a siniestros complejos, incorporando ingeniería, matemáticas, física y derecho para enfrentar la creciente complejidad de los riesgos industriales. Es importante destacar que, en casos puntuales, se requiere la participación de otros expertos —como abogados especialistas en materia de seguros o reclamaciones y peritos en incendios, explosivos o valuación—, quienes se suman a la labor del ajustador. En el Reino Unido, la profesión se institucionalizó en 1941 con la fundación de la Asociación de Ajustadores de Incendios, surgida ante la devastación de la Segunda Guerra Mundial. Desde entonces, el ajustador dejó de ser un actor periférico para convertirse en una pieza clave de la reconstrucción económica y social tras los desastres.
En México, la figura del ajustador no está reconocida como una profesión en sentido estricto, pero está regulada de forma rigurosa según el ramo —desde automóviles y transporte de carga hasta aviación, buques y otros riesgos de daños complejos—, aunque su regulación aplica en principio solo a las pólizas de adhesión. En los contratos de seguro que no son de adhesión —como los que cubren grandes riesgos industriales o reasegurados internacionalmente—, el ajuste se rige por normas legales más flexibles y por lineamientos técnicos del sector mucho más estrictos. En estos casos, la metodología de ajuste se va diseñando conforme evoluciona el siniestro y, si hay controversia, se recurre a medidas más rigurosas. Así, el proceso de ajuste no se impone por una norma rígida, sino se construye en el camino, respondiendo a la evidencia, a los hallazgos técnicos y a la naturaleza cambiante del daño, pues intentar imponer un procedimiento uniforme a un siniestro complejo sería como pretender medir el viento con una regla: posible en apariencia, pero inútil en esencia.
El ajuste de siniestros modernos exige una visión sistémica y colaborativa. En un solo evento pueden intervenir ingenieros estructurales, químicos, peritos eléctricos, abogados, contadores forenses y actuarios, entre muchos otros especialistas. El ajustador funge como director de orquesta, integrando cada voz en un análisis coherente.
Su competencia no se limita a la técnica, pues abarca la comprensión jurídica de la cobertura, el análisis económico del riesgo, la lectura pericial de los hechos y la sensibilidad humana frente al impacto que un siniestro causa. Cada informe que elabora es no solo un documento técnico, sino también un testimonio del equilibrio entre razón, ley, respeto a los derechos humanos y humanidad.
En los siniestros de gran envergadura, como incendios catastróficos, siniestros energéticos o aeronáuticos, la figura del ajustador abarca la gestión de equipos, la coordinación de especialistas y la evaluación de daños colaterales o ambientales. A veces es un mediador de intereses; otras, un arquitecto de una narrativa factual que debe resistir auditorías, litigios o arbitrajes internacionales.
El verdadero valor del ajustador radica no solo en su conocimiento, sino también en su capacidad de mantener la confianza en el sistema asegurador. Cada decisión, cada observación y cada dato recolectado contribuyen a que la indemnización, si procede, se fundamente en la verdad verificable, no en la percepción o la presión. En un mundo donde los riesgos son cada vez más interconectados y complejos, el ajustador debe representar algo más que un técnico: debe ser un custodio del equilibrio contractual y el intérprete de los hechos en clave de justicia y técnica. Quizá por eso su presencia suele pasar inadvertida, aunque sin él el seguro podría perder su esencia: la promesa de certidumbre frente al caos.
En esa línea silenciosa entre la pérdida y la reparación, el ajustador sostiene el principio más noble del seguro: convertir la tragedia en aprendizaje y el desorden en orden verificable.
